Desde que existe la vida en el planeta, los animales, las personas y las plantas se han adaptado a los ciclos de luz, al día y a la noche, al igual que a los cambios de estación, al frío y al calor, a la lluvia y a la sequía.
Un día se inventó el reloj y la humanidad cayó esclava del tiempo, algo que causó más perjuicio que beneficio. Aparte de servir para organizar transportes, servicios, jornadas laborales, cursos, encuentros y poco más, estar pendiente del reloj solo causa estrés, hace que uno se vuelva rígido, dejamos de hacer algo que nos gusta, agrada o beneficia por la hora, hay personas que se vuelven intolerantes si algo o alguien no se adapta a un estricto horario, si se retrasa, si se adelanta.
Se ponen horarios para todo, para comer, y aunque no tengamos hambre comemos porque es la hora de comer; para descansar, y aunque no tengamos sueño nos acostamos porque es la hora de dormir, y nos despierta un reloj en el mejor de los sueños cuando no hay que hacer nada mejor que disfrutar ese sueño, porque es la hora de levantarse.
Y a veces decimos “qué tarde es” y nos agobiamos, y hasta nos disgustamos porque no hemos hecho lo que había que hacer en ese tiempo, en tantos minutos. Otras veces decimos “qué pronto es” y “hacemos tiempo” esperando que llegue la hora de hacer o dejar de hacer.
Y un día a alguien se le ocurrió cambiar la hora dos veces al año y todo el mundo se trastorna, qué pronto anochece, ... ya no se ve en la calle,... ya no da tiempo a nada, …
Y no pensamos que el tiempo no existe, que es un invento de nuestra mente, algo que está tan aceptado y tan arraigado que es imposible olvidarse del tiempo. Pero sí podemos ser más flexibles, menos esclavos del dichoso tiempo.
Prueba un día, desde que despiertes hasta que te acuestes a vivir sin reloj, sin horarios, si lo consigues verás qué bien se vive.